Hace un par de días comenté la novela gráfica francesa La Muerte de Stalin, obra de Fabien Nury y Thierry Robin, y comenté que había ganado notoriedad gracias a que en 2017 fue llevada al cine por el satirista, escritor y director Armando Ianucci. La película es de 2017 y lleva por título The Death of Stalin (La Muerte de Stalin) y cuenta con las actuaciones de Steve Buscemi, Simon Russell Beale, Paddy Considine, Rupert Friend, Jason Isaacs, Michael Palin, Andrea Riseborough, Olga Kurylenko y Jeffrey Tambor, entre otros.
La producción fue financiada por compañías británicas, francesas y belgas, y se proyectó por primera vez en el marco del Toronto International Film Festival, donde fue aclamada por la crítica. Su estreno comercial en el Reino Unido fue en octubre de 2017, y en abril de 2018 llegó al resto de Europa, aunque fue prohibida en Rusia y algunas otras naciones del bloque ex-soviético, pues consideraban que la película se burlaba de su pasado y hacía mofa de algunos de sus líderes, algo que era bastante obvio desde el primer vistazo.
Ésta no es la primera vez que Ianucci satiriza a un gobierno. Activo en el mundo del entretenimiento británico desde los 1990, la política siempre ha sido parte importante de su obra, y su creación más popular en el Reino Unido es The Thick of It, comedia que exhibe la incompetencia y mezquindad de los funcionarios de gobierno. HBO lo contrató para adaptar la idea a la política estadounidense, y el resultado fue la aclamada serie Veep. Si han visto alguna de esas series, pueden hacerse una idea de qué esperar de esta película.
En términos generales, sobre todo en su primera parte, la historia en la película sigue muy de cerca la trama de la novela gráfica. Todo parte en Radio Moscú, donde una noche de 1953 se transmite en vivo un concierto de Mozart interpretado por una orquesta y con la pianista María Yudina (Kurylenko) como solista. Se trata de una interpretación tan buena, que el director de la estación (Considine) recibe una llamada del propio Stalin, que lo disfrutó tanto que quiere una copia de la grabación. Sólo que no hay tal.
Desesperados por no provocar la ira de Stalin, los involucrados hacen cualquier cantidad de malabares para repetir la interpretación y grabarla. Cuando el disco llega a manos de Stalin (Adrian McLoughlin), lo acompaña una nota de Yudina, y el dirigente soviético se desploma después de leerla. Su infarto siembra el pánico entre los miembros del Comité Central del Partido Comunista, que no saben qué hacer por temor a que se recupere y no encuentre satisfactorias las decisiones que hayan tomado.
Unos días después muere, y las torpes maniobras burocráticas se transforman en una serie de intrigas y conspiraciones mientras algunos de los personajes más poderosos de la Unión Soviética luchan por establecerse en posiciones de poder que les den una ventaja sobre sus oponentes, aun si la torpeza con que se mueven no difiere mucho de lo anterior. Pronto hay dos facciones, alineadas tras Lavrentiy Beria (Beale) y Nikita Khrushchev (Buscemi), quienes harán hasta lo imposible para quedar al mando de la Unión Soviética.
Es un tanto difícil de entender que la película ofendiera a alguien, no por el tono de la comedia, que es bastante oscura, sino por los blancos de la misma. Es imposible negar que Josef Stalin fue uno de los grandes monstruos del siglo XX, un asesino en masa responsable de infinidad de atrocidades, y uno no puede andar por ahí pensando que la gente que lo rodeaba era muy diferente. Supongo que se puede criticar que Ianucci tenga el atrevimiento de hacer que la maldad divierta, pero si eso les molesta es que no entienden el propósito de la sátira.
En ese sentido, más allá del punzante guion que Ianucci escribió junto con David Schneider, Ian Martin y Peter Fellows, el mayor acierto del realizador escocés fue la impresionante labor de casting al reunir un talentoso elenco multinacional y dejar que hicieran suyo el material. Me llamó mucho la atención que evitaran el cansado cliché de imitar un acento ruso, algo que rara vez funciona, así que es curioso escuchar los acentos naturales de actores de distintas procedencias, lo que de ningún modo afecta el desarrollo de la historia.
Imagino que la intención de Ianucci era permitir que los actores se olvidaran de lidiar con el tema de dialectos y cuidar su pronunciación, y se enfocaran en dar vida a sus personajes de una forma más natural y relajada, y el resultado es positivo, pues mucha de la comedia en esta historia es tan sutil que es importante seguir las expresiones faciales, el lenguaje corporal y la intención con que cada uno de estos actores entrega sus líneas.
En ese sentido, quizás el mayor reto para Ianucci era coordinar a tantos actores de modo que nadie se pierda en el caos de la historia. El tono raya en la farsa, pero la verdad que se oculta tras las bromas da un peso adicional a la historia, y el que no todos los personajes trabajen en el mismo tono da un inesperado balance a la película, pues la parca actuación de quienes atraviesan una tragedia (como Riseborough en el papel de la hija de Stalin) contrasta con la absurda lucha por el poder que se desenvuelve a su alrededor.
Algunos personajes se convierten en el blanco de las bromas, y Jeffrey Tambor hace una exquisita labor como el débil y manipulable sucesor de Stalin, sujeto de las manipulaciones de sus supuestos pares, con vacuos e inútiles desplantes en busca de ganarse su respeto. El resultado es como ver una egoísta disputa entre un incompetente pero ambicioso grupo de burócratas, con la particularidad de que lo que buscaban controlar era a una de las superpotencias mundiales, con todo lo que ello implica.
En ese sentido, el mayor logro de Ianucci está en saber dónde poner la comedia. La película no busca provocar risas alrededor de la maldad o crueldad que despliegan muchos de sus personajes, sino que nos invita a reír de su egoísmo, de su vanalidad e incompetencia, de la pequeñez de sus sueños y ambiciones, pero sobre todo de sus múltiples fallas no sólo como gobernantes, sino también como seres humanos, puntos que muchos comediantes actuales parecen pasar por alto y por ello optan por golpear hacia abajo.
The Death of Stalin es una divertida y mordaz sátira política, una oscura comedia que se burla de algunos de los personajes históricos más peligrosos del siglo XX, y que como muchas de las mejores comedias acerca de cualquier tema, deja al espectador con una invitación a reflexionar sobre diversos temas acerca de la condición humana y el egoísmo con que nos solemos manejar. Una película bastante recomendable que en México y Am+erica Latina está disponible en el catálogo de Netflix.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario