Ray Bradbury, una de las figuras más importantes de la literatura fantástica en el siglo XX nació hace exactamente cien años en Waukegan, un pequeño pueblo ubicado en Illinois, EEUU.
Para celebrar su centenario se han organizado toda clase de actividades (virtuales, claro) en su honor, y me pareció buena idea escribir un poco sobre la huella que la obra de este brillante escritor dejó en mi vida, pues además fue uno de mis primeros acercamientos a la literatura, y muy probablemente el primero a la ciencia ficción.
Ya antes he comentado que aprendí a leer a los cinco años, antes de entrar a la primaria, gracias a los cómics. Pero en adición a esas aventuras pronto empecé a leer material en prosa. En aquel entonces mi madre tenía un Salón de Belleza (lo que ahora llamamos estéticas) y la acompañaba todos los días tras salir de la escuela. Una forma de mantenerme ocupado era darme algo que leer, así que me compraba libros para colorear, cómics, y una revista de pasatiempos que me llena de recuerdos pero de la que nadie más parece tener memoria.
La revista se llamaba Globo (al menos así lo recuerdo) y además de pasatiempos y actividades, incluía cuentos, y una sección de libros clásicos en versiones condensadas. Ése fue mi primer acercamiento a la ficción y la literatura, y los dos títulos que recuerdo como mis primeras lecturas fueron El Retrato de Dorian Grey y Farenheit 451. El segundo, obra de Bradbury, me causó una impresión muy fuerte. A los seis años, todavía en los albores de mi amor por la lectura, no había forma de que no me horrorizara la idea de un mundo donde estuviera prohibido leer o tener libros.
En cierta forma esa historia me convirtió en un lector aún más voraz, alguien que leía como si no hubiera un mañana o, mejor dicho, como si mañana no pudiera leer más libros. Pasaron años antes de leer el libro completo, que debe haber sido a los once o doce años, y antes visité mundos fantásticos de otros autores, como Verne, Salgari o Burroughs, pero la sensación al leer Farenheit 451 fue tan impactante como la de aquella tarde en que, tumbado sobre mi abdomen, acompañé a Montag tratando de escapar de ese mundo de pesadilla.
Más o menos en la misma época tuve mi segundo contacto con Bradbury, y una vez más fue de forma indirecta, gracias a la miniserie inspirada en The Martian Chronicles (Crónicas Marcianas), que pasaban con cierta frecuencia en TV. Como niño me pareció aburrida, pero algunas ideas de la vida en Marte se me quedaron grabadas, y cuando supe que estaba basada en un libro de Bradbury, supe que quería leerlo y pronto logré que me lo compraran.
Ya ubicado su nombre, en poco tiempo y a lo largo de la adolescencia leí más de su obra, y gracias a colecciones como The Illustrated Man, The Golden Apples of the Sun, o R is for Rocket, descubrí que sus cuentos e historias cortas me causaban más alegrías y asombro que muchas novelas de otros autores. Me parece que Bradbury fue el primer autor que me retó a dejar volar la imaginación más allá de cualquier género, y gracias a su obra descubrí que no toda la poesía eran rimas aburridas, que no toda la ciencia ficción eran robots, pistolas láser y naves espaciales (que no tienen nada de malo), y que la magia podía tomar cualquier forma.
Recuerdo que a su muerte, en 2012, no pude evitar sentir un nudo en el estómago, como si hubiera perdido a un familiar o un amigo muy querido. Y es que, más allá de lo que su obra fue para mí durante mis años formativos, en entrevistas y ensayos, así como en su maravilloso Zen in the Art of Writing, se vislumbra a un hombre jovial y lleno de vida, un espíritu emprendedor siempre en busca de algo nuevo a que dedicar su energía.
A inicios de los 2000 apareció Bradbury Stories: 100 of His Most Celebrated Tales, una colección de cien historias clásicas para las que el autor escribió nuevas introducciones. Desde entonces es un libro que siempre está a la mano en uno de mis libreros, pues sin importar que haya quienes a la fecha descalifican su obra como mero escapismo juvenil, se trata de relatos que a la fecha disfruto bastante, por lo que a veces la saco para sumergirme un rato en los fantásticos mundos creados por un soñador que dedicó su vida a compartir su asombro por la vida y el mundo, plasmado en historias que, en el peor de los casos, tiene el poder de trasladarme a una época en que fui muy feliz.
El ya mencionado Zen in the Art of Writing es otro libro al que tengo especial afecto, pues más que un manual para escritores en una linda reflexión que puede ser de mucha utilidad para todo aquel en interesarse a alguna labor creativa o artística, incluso si no se trata de escribir.
Ray Bradbury falleció en 2012 a los 92 años de edad, y aunque el hombre ya no está entre nosotros, su obra y legado permanecen como un regalo para todos los que aquí seguimos. Por eso y por el impacto que tuvo en mi vida, donde quiera que esté, gracias por todo y hasta siempre, Tío Ray.
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